martes, julio 18, 2006

La isla (I)

Ya se había hecho de día cuando Sara se despertó en su lecho. La cama volvía a estar vacía, como en tantas ocasiones. Su marido, con el que sólo se había casado por el dinero, se había tenido que ir con la lancha a otra isla, para resolver sus oscuros, para ella, negocios. Una vez más sola, en la isla desierta en la que estaba

confinada, sin nada más que hacer que tomar el sol en la playa.

Sara se tumbo en la hámaca y dejo que las caricias del sol cosquillearan su piel. Cerró los ojos dejandose envolver por aquella paz que desde hace días rodeaba su vida. Sol, mar, no había nada más a su alrededor. Prefería no pensar en el porque de los extraños viajes de su marido. Tampoco quería analizar la extraña obsesión de él por apartarla de sus conocidos y amistades. El paraíso no estaba en aquella isla, la soledad le atenazaba el alma, pero se sabía prisionera en aquel matrimonio por conveniencia.

Tras tomar un rato el sol, aburrida, tomo sus prismáticos, intentando vislumbrar en el horizonte del mar algún indicio de que no estaba tan sola en el mundo como ella sentía...

Tras una búsqueda infructuosa Sara se volvió a la cabaña, donde aún permanecían los restos del desayuno. Un vaso de zumo de naranja medio vacío, algo de mermelada de frambuesa, sería ésta la culpable de que su memoria bucease en sus recuerdos. Se acordaba de un amante ruso al que le encantaba jugar con la comida y su cuerpo, rociándola con toda clase de zumos de frutas. Aquellos eran días felices para la modelo, acostumbrada a dejar volar sus fantasías más ocultas. Cuánto había cambiado su vida desde entonces.

Esa pulsión interior que había sentido en la cabaña la llevó a volver a la playa para, en un acto de rebeldía, tomar el sol desnuda, aún sabiendo que su marido podría regresar. En el fondo quería ser observada como una mujer, no como una modelo que aportaba una imagen de familia normal a su marido. Ella era mucho más que eso.

El sol bañaba su desnudo cuerpo mientras perlitas de sudor empapaban su piel, su sexo hambriento de caricias se empapaba cada vez más mientras ella dejaba volar sus pensamientos muy lejos de la isla. Sus manos acariciaban despacio sus turgentes pechos, sus pezones erectos reclamaban silenciosos la lengua de un amante que los bañara y recorriera con deleite y placer, sus dedos jugueteaban ya con el casí rasurado pubis acercándose peligrosamente a su sexo.

Fue entonces cuando escuchó el sonido de una lancha, se incorporó levemente de su tumbona, pensando que su marido era quien había amarrado ya la embarcación en el pequeño puerto, sabía que iba a enojarle verla desnuda tomando el sol. Era absurdo, no había nadie más en aquella isla, pero aquel enfermo hombre sólo la deseaba para él. Tenía celos de los fantasmas del pasado, de la brisa del mar, de los rayos de sol. Era un hombre posesivo hasta la locura porque sabía que ella jamás le perteneceria en realidad. Sabía que ella no le amaba.

Sara esperaba completamente abatida la llegada del monstruo que le había dado el tren de vida que llevaba, pero también la celda de oro de la que no podía escapar. Peor aún, tenía miedo a escapar. En sus escasos contactos con la alta sociedad había comprobado cómo desaparecían aquellas mujeres que acompañaban a los amigos de su marido. Nadie preguntaba por ellas, y si alguien se dignaba a ello quedada sepultada su curiosidad por toneladas de indiferencia.

Por otra parte, ella tampoco podía disfrutar de nadie más. En las fiestas a las que había asistido se había percatado que la infidelidad era la moneda frecuente en todas aquellas familias apresadas por una doble moral. La imagen se mantenía, sí, pero a costa de engañar a la pareja continuadamente. Aún recordaba con viveza la escena a la que le tocó asistir cuando, intentando buscar los baños, se topó con la mujer de un amigo de su marido. Ella estaba totalmente desnuda, arrodillada delante de un camarero, practicándole una felación. En aquél momento el alma voyeur de Sara cobró protagonismo, quedándose medio escondida, al amparo de miradas curiosas.

La lujuria con la que aquella señora introducía en su boca aquel miembro enhiesto, el deseo que se podía comprobar en el brillo de sus ojos era una señal inequívoca de que estaba disfrutando el momento, realizando algo prohibido a los ojos de la moral dominante pero terriblemente seductor y excitante.

Con sorpresa observó que su marido no volvía solo, junto a él dos hombres llegaban a la isla. Supo que el enfado de su marido iba a ser mayúsculo al contemplarla desnuda, se incorporó de la tumbona , tan sólo tuvo tiempo para poder anudarse el diminuto y casi transparente pareo azul intentando ocultar su desnudez.

Su marido le presentó a aquellos extraños. Uno de ellos era más maduro, pelo canoso, de tez morena y magnéticos ojos negros. El otro hombre, más joven, era rubio , con los ojos tan azules como el mar, ambos tenían un aspecto elegante, a la par que deportivo y saludable y le resultaron atractivos. Se perturbo con aquellos pensamientos temerosa de que su marido pudiese leer en su mente.

Tras las presentaciones de rigor se encaminaron hacía la cabaña, su marido la aferraba por el brazo, sentía la presión de su mano y se sentía cada vez más harta de como siempre marcaba su dominio sobre ella.

Inesperadamente cuando estuvieron dentro de la cabaña, su marido tiro energicamente de su pareo despojandola de su indumentaria. Avergonzada bajo su vista al suelo sintiendo como aquellos dos desconocidos recorrían palmo a palmo su piel con la mirada. Intimidada por aquel imprevisto exámen no pudo salvo titubear al preguntarle a su marido qué estaba sucediendo. Sus implorantes ojos no encontraron respuesta en el rostro inexpresivo de él.

Se acercaron los hombres e iniciaron un recorrido por su cuerpo que la sumió en una situación incomoda. Si, le gustaban aquellas extrañas caricias, no pudo evitar cerrar los ojos y recrearse en aquel océano de sensaciones que estremecía su piel sabiendo que su marido era mudo téstigo de su paseo hacía el placer. A su mente volvía una y otra vez la lejana ya imagén de aquella mujer en el cuarto de baño deleitándose con el sexo del camarero, mil y una imagenes pervertían sus pensamientos sintiendose cada vez más lujuriosa y deseosa por experimentar lo prohibido...

Kirkriakos
& Elisabeta